"Toma, papá, tu café" "¿Es un cafetín de Buenos Aires?" "Sí". No me enteré de que Buenos Aires era una ciudad sino hasta tiempo después, y aún más tarde le puse atención al tango que tanto me gusta y al que hacía referencia el loco de mi papá.
Y luego me enamoré de Buenos Aires de tanto leer a Alfonsina Storni. Buenos Aires es un hombre, decía. Pobre Alfonsina, nadie sintió nunca el amor como ella. Nadie lo escribió igual tampoco. Y luego, con aquello del amor, Alfonsina y el mar, yo quería ir a Buenos Aires. O ahogarme. O ambas.
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Pupila Madre |
En fin, el día en que llegué no fui directo al puerto a aventarme al agua. Quería encontrar primero el cafetín de mi imaginación. Nada fácil, pues iba en un viaje de prensa con destino a la Patagonia y las horas en la ciudad estaban contadas. Salí a la calle sin tener idea siquiera de qué hora era. Agarré la calle Thames hasta cruzar con Santa Fe, que me pareció lo suficientemente grande para parar ahí y preguntar. Intenté entrar en un café Havanna y me dijeron que ya no eran horas. Al fin que ni quería tomar café ahí, ya hay en Polanco. Regresé dando vueltas por Palermo y entré en un local enfrente del hotel: Pupila Madre. Era tan hippie que pensé en
Paulina. Pedí milanesa y, obvio, café. Entonces descubrí que eran las once de la noche. Al día siguiente tenía que salir a las 8:30, mejor me fui a dormir.
Me senté temprano en una mesa del hotel BoBo y pedí el desayuno. Mientras varios argentinos me recomendaban cafés que seguramente no tendría el tiempo de visitar, me trajeron uno. Venía en una prensa francesa. Ay, me acordé del Black Cat Bones. No, ese café no estaba en Buenos Aires, pero me dio
en oro un puñado de amigos, que son los mismos que alientan mis horas*. En las mesas del Black Cat
bebí mis años y me entregué sin luchar*... ya tiene un tiempo.
Dabitch, mi perra de espuma rosa, te extrañé al servirme ese café. Y a
Carlos.
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Ay :'( |
Aproveché en la visita guiada del día siguiente para ver la estatua de Alfonsina en el parque 3 de febrero. Luego paré unos minutos en Recoleta en el café bajo el gomero que cuida el cementerio. No había tiempo para tomar el café. Qué lindo cementerio, con sus gisants de mármol y sus historias de novias tristes: la Rufina, a quien su madre enterró viva sin querer, pues le pareció muerta de tantos somníferos que le dio para poder robarle al novio; y la otra, la que murió en su luna de miel bajo una avalancha de nieve. Pobrecillas.
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Barrio de la Recoleta |
En Caminito, barrio bastante decepcionante, pues no correspondía tampoco al de la imaginación, sí me hice tiempo para un cafecito. Al fin y al cabo llevaba horas sin tomar nada y cuando no estoy de viaje me tomo ocho tazas al día. Era Havanna, siempre sí, y estaba muy bueno. Unos japoneses me tomaban fotos, ¿habrán descubierto que soy Alfonsina? Por las dudas me perdí entre la gente.
Tenía dos horas libres. Era el momento de buscar Las Violetas, del que me habían hablado Romina y Clarisa. Pediría una bandeja María Callas para mí sola. Pero primero tenía un encargo. Mi papá me pidió cualquier disco de Juan Carlos Godoy. ¿Cómo olvidarte en esta queja*, papá? Caminé de nuevo por la avenida Santa Fe hasta encontrar la famosa librería el Ateneo, pero no tenían. En la tercera sucursal a la que fui había uno solo, uno en el que le canta a Gardel. Ya era hora de volver al hotel y el café de la librería era una franquicia francesa. Ni modo, ya buscaré otro momento.
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Café de los Angelitos |
En la noche fuimos al Café de los Angelitos. Un café muy antiguo, remodelado en la parte de atrás para ofrecer un espectáculo de tango a los turistas. Estaba adornado de la manera más kitsch que se pueda imaginar, y hasta los meseros combinaban con la vajilla celeste y oro. Ahí no recuerdo siquiera si tomé café. Vino sí, cheesecake de dulce de leche... pero en cuanto se levantó el telón me enamoré inmediatamente del pianista, y ya no supe más. Ese sí se llamaba
Emiliano y de repente miraba a la cantante y ella a él como si se quisieran. No me gustaba cómo cantaba ella, era muy limpia su voz. El tango debe de sonar sucio, como las aguas del Plata. Me perdí por completo en el piano y no volví hasta que empezaron los aplausos. No aprendo. Entonces empezó a cantar: "Moriré en Buenos Aires, será de madrugada..." y yo aproveché la oscuridad y la servilleta kitsch para disimular el llanto. ¿Tomé café? No lo sé, no creo.
Casi pierdo el vuelo al día siguiente. Estaba despierta o estaba dormida. Los versos de la Storni resonaban en mi cabeza mientras me decidía.
-Alfonsina!- No llames. Ya no respondo nada. / Si en una de tus casas, Buenos Aires, me muero / viendo en días de otoño tu cielo prisionero / no me será sorpresa la lápida pesada. Pero sonó el teléfono y sí tuve que responder. Los demás me esperaban abajo. Nos fuimos a la Patagonia y me olvidé un poco de Alfonsina. Sólo un poco. Menos cuando comí
suicidio de chocolate, y menos cuando escuchaba las olas de los lagos romper en las orillas. Me escribió mi papá para pedirme el disco que ya le había comprado. Si te conozco, papá, ya lo tengo.
El último día en la montaña fuimos al lago Gutiérrez. Hicimos kayak y paramos en una playa. Después de un poco de mate me metí al agua y empecé a caminar, asombrada con la claridad del agua, a través de la cuál podía ver las piedras del fondo, y algunos peces que me rozaban los pies. "Ya se va la Pola, como la Alfonsina" dijo Pablo. Y se rieron. Yo quería ser una trucha, nadie nunca entiende nada. Por la noche volvimos a Buenos Aires. Era demasiado tarde para salir. Un choripan enfrente del aeropuerto y a la cama. Así que por la mañana tenía que escoger entre Las Violetas y el Café Tortoni. Este último me lo recomendó George. Se supone que siempre le obedezco aunque preferiría no hacerlo, pero se quedó en la oficina trabajando el doble para que yo pudiera llorar en Buenos Aires. Tenía que comprarle un vino o algo, o por lo menos visitar su café.
Gustavo me dio el efectivo que le quedaba para un taxi. Pero me gusta llevar la contra y tomé el subterráneo. Mi instinto resultó ser excelente: salí, caminé unos pasos y el Tortoni estaba frente a mí. Lo miré de fuera. Pensé en entrar, tomar un café, tomarle una foto y correr al otro. Sabía que terminaría escribiendo que no tengo cafetín en Buenos Aires, que el café de mis sueños era como esas cosas que nunca se alcanzan*. Fue entonces cuando vi sentada en una esquina, al fondo, a Alfonsina Storni con Jorge Luis Borges y Carlos Gardel. En serio.
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Bueno, no en serio en serio. Se trataba de tres esculturas. Me senté en la mesa de a lado y pedí café. En Buenos Aires lo traen con un vasito de agua mineral. Como debe de ser. Estaba sumida en mis pensamientos. Ahora dice Carlos que dejó de navegar. Y aún así no es mío. Es para volverse loca. Pero yo ya estaba loca, como Alfonsina. ¿Será? ¿Fue primero el barco o la locura? ¿Por qué mi obsesión con ella? Es porque la entiendo. Comprendo su sentir en cada verso. Y no sólo por aquello de los viajeros y el mar. Se le siente sola. Me gustan los poemas que le escribe a su hermana. Cuando leo que se sienta a velar su sueño, cómo recuerdo las noches en que miraba dormir a
Estefanía, y no me atrevía a darle un beso en la frente por no despertarla. Y entonces a veces pienso que quizá, en otro tiempo, en otra vida, Alfonsina sí me hubiera entendido. Nadie nunca entiende nada.
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Suspiré y eché la cabeza hacia atrás. Entonces vi al fondo una cortina roja. Un letrero ponía "Salón Alfonsina". Me pregunté por un momento si no me habría quedado dormida en la mesa. Caminé hacia ahí. "¿Querés que te tome una foto?" "Bueno" "Sonreí un poco, flaca"... No pude sonreír. Entré ahí mientras los versos se arremolinaban y se me enredaban en los pies.
¡Que todo el que llegue se muera al tocarte, / corazón maldito que inquietas mi afán! Al fondo había un escenario y sobre él, un piano. Ahora me ha dado esa obsesión por los pianos.
Llore mi vida... el corazón se apene / Date a volar, Amor, yo te comprendo. Me senté, a pesar de que estaba prohibido.
El mesero que me había tomado la foto me miraba de reojo, así que salí. Entré en la sala contigua, que antes fue una peluquería y ahora es una biblioteca. Ahí estaba también Alfonsina en recortes de revistas, en libros. Le pregunté al mesero, que me seguía, si podía tomar uno. "Normalmente no se puede" me dijo mientras abría el candado. Sabía exactamente qué poema estaba buscando. Él lo entendió y me esperó afuera. Me senté a leer.
Hace mucho tiempo que dijiste:
Cuando los trigos doren, volveré.
Muchas veces doraron, tú distante.
Y yo te perdoné.
Distraído una tarde que vagabas
frente a mí te encontraste sin querer.
Amor de nuevo al corazón pediste
y yo te perdoné.
Luego, pesada abeja que retorna
con su cosecha dulce del vergel
levando el vuelo me dejaste muerta
y yo te perdoné.
Ya no fui a ninguna otra parte. Tenía que comprarle a George un vino o algo. Cuando entré nuevamente en el bullicio / del Buenos Aires ávido de oro; / Y entonces fue que la cabeza blanca / de mi viejo se apoyó en mi hombro. Había una vinatería justo enfrente del café, como a propósito. Pero estaba distraída mientras me paseaba entre las botellas. No dejaba de pensar en la tristeza de Alfonsina. En que la comprendo. Solamente que yo no voy a ahogarme. Yo nací muy lejos del agua.
Probablemente un día más bien me cuelgue del naranjo. Será de madrugada, cuando esté en flor. Me meceré con el viento hasta caerme del árbol como un fruto podrido. Cuando lleguen los gatos a buscar alimento, en mi pecho encontrarán un corazón todavía vivo. Y dentro, a Alfonsina bailando un tango, ese del cafetín de Buenos Aires. Y a Carlos.
*"Cafetín de Buenos Aires" de Enrique Santos Discepolo